Vuela, ¡¡¡vamos!!!-. Le gritaba con emoción y sonrisa. Era la primera vez en ese verano que, junto a su padre, volaba la cometa que le había regalado por su cumpleaños. Llevaba dos veranos en compañía de su ejemplo a seguir porque un “ya no te quiero” de su madre hacia su padre, había hecho que su pequeño corazón tuviera que dividirse, pero aún así era feliz. Eran felices.
Cuando el sol comenzó a decir adiós y el viento susurraba, sujeto a la cuerda de la cometa, con el ánimo de su padre que le reflejaba en cada foto, voló. La cometa suspiraba, se deslizaba simulando querer llegar más alto todavía, y en su movimiento parecía que quisiera hablarle a la luna, que se percibía cada vez más, mostrándose discreta, como siempre. Cerca, una madre y su hija contemplaban el baile, calmadas e interesadas a la vez.
-Cuéntame un cuento mami-le dijo. Su madre le sonrió y le abrió los brazos. La niña se acurrucó deseosa en el abrazo más grande del universo. La madre miró la cometa que se contoneaba a la altura de la luz de la luna y comenzó:
-No sabía volar. El gorrión que anidaba en el árbol más grande del bosque no conseguía alzarse. Tenía la edad perfecta para aprender, sin embargo, lo intentaba día tras día y no lo conseguía. El viento siempre estaba a su favor, sus alas se abrían como un vuelo único y libre, pero no podía. Con los mejores ánimos de su padre, el gorrión lo deseaba, creía que no aprendería a volar nunca, y que no vería mundo más allá de ese gran árbol donde habitaba. Su madre, una noche le dijo: -Inténtalo ahora.- El joven gorrión le contestó- ¿Ahora?, es de noche, y el viento no aparece, solo la luna llena-. Su madre le insistió, y el gorrión lo intentó pero no pudo. No la apreciaba. Lloró toda la noche y todo el día siguiente. Cuando el sol se fue, dejó de llorar y miró hacia el cielo. Contempló solamente un trocito de luna entre las grandes ramas que lo rodeaban y cubrían. Cegado por su luz, le preguntó mientras movía las alas: -¿Por qué no puedo?, estoy en lo más alto, como tú. Mi madre dice que brillo cuando despliego mis alas y aún así no puedo volar.- La luna se esfumó entre las nubes y el gorrión volvió a llorar hasta la noche siguiente. Intentó entonces, de nuevo, ante la presencia de la luna, volar, pero ésta no era redonda, le faltaba su mitad. Creciente se anunciaba. A la siguiente noche lo volvió a intentar y la luna no se mostraba entera, solo su contorno. Luna nueva advertía. Lo intentó varias veces y la luna no se mostraba llena como el primer día, pero las ganas de volver a verla llena de luz hacían que cada noche el pequeño gorrión lo intentase. Ahora la apreciaba. La noche que se mostró grande y blanca, el gorrión no pudo mover las alas, quedó enamorado de su silueta y la observó durante horas. Comprendió entonces que ella no pudo salir cada noche como a él le hubiera gustado pero finalmente, siempre brotaba grandiosa y digna; a su altura.
Una tarde cualquiera, al intentar salvar a la única flor que había nacido en una rama quebradiza del gran árbol y, que comenzaba a caer, voló. Desde ese momento, el pequeño gorrión todas las noches salía a volar a la luz de la luna, a su altura.
Mamá, ¡¡el gorrión voló como vuela la cometa!!.- Sí, cariño, a su altura.
La niña y su madre permanecieron abrazadas bajo la luna. El niño y su padre guardaron la cometa hasta el siguiente vuelo. Y la luna permaneció brillante en el cielo, a su altura.