Aquella canción no tenía sentido para casi ningún sonido, pero sus corcheas comprendían perfectamente porque la blanca y la redonda se entendían tan bien en medio de esa locura musical. Su canto casi mudo, era un secreto descifrado a voces; eran dos notas encerradas en un hilo invisible que unía, creaba y recreaba cada poro y cada latido de cada pulso, de cada ritmo. 

Los silencios eran solo adornos en cada compás, y cada compás silenciaba el pentagrama de miradas que solo ellos entendían. Sus locas combinaciones simulaban ser casualidades gratamente repetitivas y elevadamente breves a la vez. Sus melodías invisibles creaban caricias matutinas y sonrisas taciturnas. En cada estribillo saltaban segundos de disfrute sin duración rodados por minutos de gloria que sabían a continuos mensajes en movimiento. 

Cada partitura era una carta por enviar, cada entonación era un beso regalado que sonaba como la mejor de las melodías. La clave, siempre más alta, se esforzaba por recordar su posición, siempre la primera de cada pentagrama y susceptible a cambiar su lugar en cualquier momento, nunca conseguía alterar el preciado desorden musical que estas dos notas tan diferentes e iguales a la vez, habían creado. 

Al final, aquella canción no tenía sentido para casi ningún sonido, pero sí para una blanca a veces colorada y una redonda a veces cuadriculada que bailaban al mismo son que sus corazones.